domingo, julio 29, 2007

La carrera de todos

Hoy salí con mi perro a presenciar la llegada de los corredores rezagados de la media maratón de Bogotá. No alcanzamos a ver a los atletas destacados y, sedientos y calurosos, tuvimos que conformarnos con un espectáculo que en cualquier otro momento de mi vida hubiera considerado deprimente. Llegaban hombres y mujeres de todas las edades y condiciones: jóvenes, ancianos, discapacitados, con el mismo propósito reflejado en la cara de cansancio: alcanzar la anhelada meta. En medio de la algarabía de los asistentes, comencé a notar un de talle que llamaba mi atención. Esas personas de apariencia anodina eran la mejor manifestación de una de las mayores necesidades de este tiempo. Muchos estaban ávidos de comunicación, de ser escuchados, de hacerse visibles como individualidad para los otros. En medio del desfile interminable de atletas sudorosos, perdidos en esa constelación de estrellas fugaces que registraban las cámaras de los medios y de los aficionados, un hombre disfrazado de spiderman y otro de chapulín colorado, hacían algo más perdurable su recuerdo en los espectadores y lograban arrancar un aplauso y un viva mucho más emotivo. La excentricidad y en este caso la extravagancia los salvaron del olvido. Otros, por su parte, recurrieron a las banderas de Colombia, con asta incluida, la gorra de sombrilla o la desnudez del torso tatuado para diferenciarse de la masa. Pero quienes más llamaron mi atención fueron aquellos que hicieron de ese evento deportivo y por lo tanto cultural (perdónenme los puristas) una oportunidad de manifestación política, de pronunciamiento de ideas en voz alta. Un hombre corrió los 21 kilómetros con un cartel que decía “acuerdo humanitario ya”, otros más izaron en su gorra la banderita de “No al secuestro”. Quizás estos anónimos voceros lograron conmover tanto la conciencia de los aficionados como el invidente que corría atado a la cintura de su acompañante o el amputado que daba testimonio de superación demostrando que la adversidad no sólo no lo detendría, sino que además lo impulsaría para llegar a la meta. Ellos no tuvieron necesidad de reclamar un aplauso a la llegada o palabras de ánimo como lo hicieron otros atletas menos vistosos, porque su sola presencia ya hacía vibrar los corazones. De igual manera, algo se estremeció, y creo que hasta mi perro lo pudo sentir, con la camiseta de una mujer que tenía escrito en letras negras un letrero que decía: “a la memoria de mi madre”. Pensé en los millones de seres humanos que al igual que esa mujer cargan con su dolor a cuestas y buscan de manera incesante exorcizarlo, desincrustarlo de la piel. Para eso sirven estas manifestaciones de vida, de alegría y de persistencia; ellas, al igual que la muerte, también hacen parte de nuestra cotidianidad.