La misma razón que me desanima para abrir la novela, me impide ahora sentarme en la butaca. Estoy realmente harto del manoseado tema del sicariato, de la salpicadura de sangre y de las escenas de sexo que hacen populares y reconocidos a los directores colombianos, igual que a algunos escritores, en los grandes festivales del cine y en las ferias del libro. Es cierto que este es un país violento, y es cierto que el narcotráfico moldeó nuestra cultura y nuestro estilo de vida, y es cierto que no debemos cansarnos de denuncirlo, si, compañero. Pero hay una verdad todavía más grande que no podemos negar: a menos que levantemos la cabeza del fango, y que dejemos de regodearnos en nuestras propias escrecencias, no lograremos nunca un cambio en nuestra cultura y en nuestra forma de vida. Eso sin contar con la consabida "mala fama" de Colombia en el exterior, nutrida y engrandecida por las contribuciones de nuestros abanderados "creadores artísticos", y una vez más vendida como imagen de identidad nacional a través de esta clase de producciones.
Vale la pena recordad que la virtud del arte ha sido, a través de los tiempos, la transformación de la vida. No más imitadores de la realidad, no más caricaturas del paisa, no más culto a la degradación social: bastante tenemos con la repetición que de ese modelo han hecho en nuestra clase dirigente, y que ha fomentado y estimulado hasta saciarnos la estupidez televisiva (vease cualquiera de las series de moda), para que ahora nos lo endilguen como atributo nacional.