Pedirle opinión a alguien es algo perfectamente aceptable, pero hay quienes se aferran como hiedra al qué dirán y dejan en manos de otros las decisiones más importantes de su vida. Por ejemplo, si alguien tiene la posibilidad de hacer una inversión , antes de examinar sus propias posibilidades, prefiere confiar la decisión al sabio consejo de quienes lo rodean, llámese pareja, hermanos, padres. ¿Y qué sucede? Como ellos, los otros, se encuentran frente a algo que no conocen, pero sienten la obligación de opinar, optan por seguir su criterio, confiando de buena fe en que es el mejor, aunque su cuenta bancaria, la pobreza de sus vidas, la semidepresión diaria en sus trabajos demuestre que son los menos indicados para dar un consejo en estos casos. De esta manera la persona que vio una oportunidad clara para su vida termina volviendo resignada al redil de la rutina de sobrevivencia.
La opinión general siempre parte del supuesto del saber, aunque su origen sea la ignorancia acumulada y enquistada en frases que acuñan de forma lapidaria su saber: "mejor no se arriesgue", "¿pero para qué se va a meter en eso?", "de eso tan bueno no dan tanto". De esta manera no solo se garantiza el control sobre cualquier acto de independencia frente a lo socialmente aceptado, si no que también se neutraliza cualquier asomo de deseo de cambio. La opinión de los otros habla, aunque no sepa de lo que está hablando.