miércoles, agosto 02, 2006

¿Has visto que poco la gente se mira a los ojos cuando camina por la calle?

Somos indiferentes ante la existencia de los demás, estamos tan involucrados con nuestros pensamientos que parecemos ignorar que todo lo que resulte ajeno a ese mundo personal de ideas y sentimientos originados por nuestra propia experiencia. Cuando alguien se permite cruzar miradas con otra persona se produce un instante de ruptura con esa identidad; hay un intento por dejar de ser uno con esa mente que gobierna nuestros pasos para empezar a construir un sentido en relación con ese otro. Sin embargo, no es el juicio que se hace sobre los demás lo que resulta valioso de ese momento; nuevamente no está en las palabras que cruzan por la mente la verdadera comunicación que se genera en ese instante: es el relámpago de la mirada el que transmite una percepción esencial. Es la ráfaga que ilumina una zona indeterminada que antes no percibíamos y que tiene en ese contacto visual fugaz su propia forma y su propio sentido. Traducido en palabras, escasamente atinaríamos a decir: tú y yo compartimos una misma condición de ser. Es algo que debería maravillarnos porque ese reconocimiento no es posible que lo prodiguen otras formas de vida. Si un perro te mira no te reconoce como par en la existencia, o por lo menos su mirada no lo expresaría de esa forma. Ser a los ojos de otro es estar en presencia de una forma de conciencia que comprende tu condición, la comparte y te hace partícipe del milagro de la existencia. Si fuéramos concientes del efecto de la mirada seríamos más propensos a darla y la haríamos parte vital de nuestra celebración de ser, de igual manera que el respirar.