Todavía no hay consenso sobre la denominación que deben recibir los periodistas que niegan las lecciones aprendidas en las escuelas de periodismo, desobedecen la regla básica del lead, y más que desarrollar en sus textos las preguntas de rigor para información de los lectores (quién, qué, cómo , cuándo, dónde y por qué), en ellos se dedican a hacer el registro vivo, palpitante, de la realidad.
Tampoco es claro su origen, aunque se sospecha que Daniel de Foe con su famoso Diario del año de la peste inició una saga que ha conocido la continuidad durante trescientos años en los más disímiles escenarios periodísticos del mundo. La historia es siempre la misma: un joven reportero decide irrumpir en medio de la solemnidad de las páginas en blanco y negro de los diarios, con alguna suerte puede encontrar la complicidad de una “zona de tolerancia” en alguna revista independiente, y comienza a demoler sin contemplaciones las sólidas reglas de la “objetividad” periodística, en un intento emancipatorio por encontrar su voz auténtica, por teñir con los colores de la experiencia propia y ajena la sagrada escritura noticiosa.
Digamos que es un ritual de profanación, sí, pero también de consagración, porque a partir de ese momento, si su artículo supera la estricta vigilancia de jefes de redacción y editores y, además, es leído por complacencia por los lectores, no tendrá que hacer más la larga fila de espera en las sala de redacción camino al reconocimiento, ni tendrá que soñar más con la libertad creadora del escritor furtivo.
Es un periodista literario y eso lo convierte en un botafuegos público, capaz de crear sus propias reglas para cumplir con su compromiso periodístico, sin violar la fundamental para que sea considerado como veraz por los lectores: contar siempre la verdad, no importa cómo la cuente.
Durante los años sesentas y setentas este fenómeno produjo en los Estados Unidos una conmoción similar a la originada por el hippismo, el rockanroll o las drogas. De repente, la prensa se vio asaltada por reporteros que irrumpían precedidos por una pirotecnia verbal nunca antes vista.
Escribían en diferentes publicaciones, pero fue el auge de su estilo y la popularidad que ganaron sus nombres la que los convertiría en un movimiento periodístico recordado, ante todo, por haber generado una de las mayores revoluciones en la técnica narrativa moderna.
En el prólogo a su libro Los periodistas literarios o el arte del reportaje personal, Norman Sims realiza un completo recuento histórico de las firmas, las publicaciones y los valores representativos de esta generación de periodistas-escritores.
Tom Wolfe ha sido considerado el iniciador de esta tendencia. Ya en los años cincuenta, con la publicación de sus primeros trabajos periodísticos-literarios, había marcado una diferencia notable en la forma de tratar sus temas: el tono agresivo de su escritura, la experimentación con la puntuación, la recreación de escenas y otros recursos inusuales en la reportería lo pusieron a la vanguardia de un “nuevo periodismo” que encontraría multitud de adeptos y continuadores en las décadas siguientes.
Debido a la multiplicidad de temas tratados en sus textos, el periodismo literario llegó a confundir no sólo a los lectores, desconcertados por la dificultad para reconocer si pertenecía a la ficción o era verídica la narración de los hechos, sino también a los mismos editores, quienes terminaron por asignar las reseñas de los textos a especialistas sobre los temas, sin que estos tuvieran la capacidad para comprender las sutilezas técnicas de esa nueva forma de escritura.
Sin haberse inscrito intencionalmente en esa corriente periodística y, en muchos casos, adelantándose al descubrimiento y la puesta en práctica de muchos de sus procedimientos investigativos y narrativos, el periodismo literario en Colombia cuenta con una lista numerosa de representantes, que ya en otras ocasiones han sido seleccionados y comentados en trabajos como Antología de grandes reportajes, de Daniel Samper Pizano; la Antología de grandes entrevistas, publicada por el mismo autor; el volumen Crónicas de otras muertes y otras vidas, selección del semanario Sucesos recopilada por Rogelio Echavarría, entre otros.
Desde los tiempos de Alberto Urdaneta, fundador del Papel Periódico Ilustrado a finales del siglo XIX, los periodistas han encontrado en el mismo carácter inusitado, incluso sorprendente y a veces irracional de la realidad nacional el ingrediente principal para la animación de sus narraciones.
Esa misma realidad, sumada al conocimiento de recursos expresivos de la literatura, el cine y hasta la música popular ha motivado en diferentes momentos de la historia reciente una variada producción periodística que escapa a los moldes del tratamiento noticioso para incursionar en géneros como el reportaje, la crónica o la entrevista; éstos han permitido un mayor despliegue de información y una mejor reconstrucción de los acontecimientos.
El inventario que presenta Daniel Samper Pizano permite una aproximación a los nombres, las publicaciones y los recursos técnicos que han hecho parte de esta forma peculiar de hacer periodismo; una tradición que sin tener las fulgurantes repercusiones del periodismo literario norteamericano, ha permitido que se formen y se consoliden vocaciones literarias como las de Germán Pinzón, Alvaro Cepeda Samudio, Hector Rojas Herazo o Gabriel García Márquez, todos, antes que escritores, periodistas.
La década de los años cincuenta del pasado siglo y el diario El Espectador son las coordenadas para situar un punto determinante en la aparición de una generación de periodistas que transformaría, sin credos colectivos ni modelos únicos, la forma de hacer periodismo. Todavía frente a sus textos persiste la pregunta que como santo y seña de identidad precede al periodismo de estilo literario: ¿Es veraz todo lo que cuentan estos periodistas?.